A pesar de las resistencias creadas y fortalecidas en las vacaciones, septiembre llega puntual como un reloj que se despierta solo, sin necesidad de campanas ni teléfonos, porque en el aire ya flota esa sensación de que algo termina y algo comienza. Los escolares vuelven al cole y lo hacen con mochilas que no solo llevan cuadernos y bolígrafos, sino también, en muchos casos, silencios, nostalgias, incertidumbres y alguna alegría camuflada en los bolsillos.
El regreso al aula no es un acto inocente: es una ceremonia casi secreta donde cada emoción, cada afecto busca encontrar su lugar, a veces desordenado, como una hoja arrancada demasiado pronto.
Para algunos, la vuelta significa reencuentro, abrazos con amigos que se perdieron entre las tardes infinitas del verano; para otros, es el roce de una incomodidad que crece, la angustia de saber que no todos los pasillos están hechos para sus pasos.
En esa transición hay algo parecido a una mudanza emocional. El cuerpo se acomoda otra vez al ruido de los timbres, al peso de las rutinas, mientras la mente juega entre lo que quedó en la arena de las playas y lo que se abre como un horizonte de pizarras verdes o digitales. Los jóvenes sienten que se disuelven los días largos y que, a cambio, se levanta un escenario donde el tiempo se mide por exámenes, trabajos y recreos demasiado cortos.
A nivel afectivo, septiembre es una frontera. Allí se encienden las dudas: ¿seré aceptado, seré invisible, seré distinto? Las amistades se ponen a prueba como hilos tensos que pueden sostener o romper. La autoestima baila en un equilibrio frágil, según el reflejo que devuelvan los otros, según la mirada de un profesor que escucha o que ignora, según la sonrisa inesperada que puede salvar una mañana entera.
Pero también septiembre ofrece la oportunidad de reinventarse. Hay quienes vuelven con el deseo de empezar de nuevo, de ser otros dentro del mismo pupitre, como si un corte de cabello, una camiseta distinta o un gesto más firme pudieran alterar la trama. En esa posibilidad late la esperanza: la escuela no solo impone, también abre puertas. Y cada regreso puede convertirse en un rito de crecimiento, doloroso a veces, luminoso otras, pero siempre inevitable.
Así, la vuelta al cole se parece más a un espejo que a un calendario. No refleja solo el paso de un curso, sino la manera en que cada joven se reconoce – o se pierde – entre los pasillos, en los pupitres rayados, en las miradas fugaces de quienes caminan a su lado. Allí se juegan pequeñas batallas íntimas: la confianza, el miedo, la pertenencia. Y mientras tanto, la vida avanza, con la obstinación de quien sabe que septiembre siempre regresa (y no sólo para la comunidad educativa)