Hace algunas semanas conocimos que el alcalde Nueva York, el demócrata Eric Adams, había elaborado un plan que habilitaba el internamiento de las personas sin hogar con trastornos mentales graves, en contra de su voluntad, en centros psiquiátricos de la ciudad.
Esta medida se aplicaría en el caso de que la persona pudiera suponer un peligro para sí mismo o para los demás o no pudiera ser capaz de procurarse las necesidades básicas para sobrevivir y rechazara acudir a un centro sanitario para determinar su necesidad de ingreso. La valoración de esta necesidad y su ejecución se le asigna a las fuerzas de seguridad que acompañan a los servicios sociales, sin la participación de especialistas, sin el concurso de un juez y en contra de la voluntad de la persona.
Los estudios hablan de que entre un 40-50% de las personas sin hogar podrían padecer algún tipo de trastorno mental y, además está contrastado que presentan unas tasas muy elevadas de abuso o dependencia de alcohol.
Según el propio alcalde, se trata de una medida “compasiva” hacia las personas sin hogar. Sin embargo, se enmarca en la política de mejora de la seguridad en el metro neoyorquino, a raíz de algunos actos violentos que han tenido como protagonistas a las personas sin hogar y que han sido ampliamente abordados por los medios, en un claro proceso de estigmatización y criminalización pública.
Se incide así en el doble estigma de las personas destinatarias de la medida. Por un lado, por su condición de persona sin hogar y por otro, por el trastorno mental que padece. Y no se trata solo de Nueva York.
El Estudio Nacional sobre Estigma de la Cátedra Contra el Estigma UCM-Grupo 5, pone de manifiesto la persistencia de esas tendencias estigmatizantes en nuestro país. Alrededor de un 16% está de acuerdo con que las personas sin hogar se aprovechan del sistema, un 23% con que infectan los espacios públicos y un 17% creen que han cometido delitos y que son personas vagas. Así, se siguen identificando en el imaginario colectivo la violencia y la exclusión social.
Por lo que respecta a la enfermedad mental y a pesar de los avances producidos a raíz de la pandemia por COVID-19 (circunscritos, bajo mi punto de vista, a los trastornos leves), el estudio es igualmente significativo. Un 42,32% de las personas manifiestan tendencias autoritarias hacia las personas con problemas de salud mental y un 69,29% tendrían planteamientos restrictivos hacia este colectivo, como la coacción para que la persona se ponga en tratamiento (6,45/9), la creencia de que van a necesitar ayuda de forma recurrente (6,44/9) o la pena (5,88/9).
Pretender atajar un problema complejo y multidimensional por la vía de la seguridad, obviando todas las garantías y derechos, contemplados incluso en la propia legislación de la ciudad, retrotrae a la legislación de 1.933 que reguló la reclusión de “vagos y maleantes” en nuestro país. Tras décadas de reforma psiquiátrica y de la implantación, aunque desigual, del modelo comunitario; tras años de avances en los derechos y en el fomento de las capacidades de las personas con trastorno mental, con el colofón de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (firmada precisamente en Nueva York) sorprende la medida tomada.
En primer lugar, porque, como decimos, se trata de un problema complejo y multidimensional, que debe abordarse con una visión de derechos, no “compasiva”. Los problemas de estas personas constituyen un conjunto entrelazado, difícilmente susceptible de ser abordado desde enfoques de seguridad, criminalizantes y que no respeten los derechos de las personas afectadas. Tienen que ver con el desarraigo, el desempleo y la pobreza severa, el deterioro personal y social y otros muchos, que deben ser abordados con políticas públicas de protección, a nivel residencial, de formación para el empleo, de autonomía funcional y económica y de atención sanitaria. Estas medidas se han mostrado eficaces cuando se ponen en marcha desde una atención próxima a la persona y coordinando los servicios sociales con los sanitarios de salud mental. Ejemplos de ello son los programas existentes en ciudades como Bilbao y Madrid, entre otras.
Cuando se ponen en marcha servicios adecuados su impacto es evidente. Según nuestro reciente estudio sobre el impacto de recursos sociales para personas sin hogar, en colaboración con AFI, el 80,5% de las personas sin hogar usuarias mejora su salud y el 77,6% reduce su asistencia a los servicios de urgencia. Además, encontramos que se produce un incremento del estado psicológico, social y ocupacional, una mejora de la autonomía funcional en el 73% de los casos y un aumento de la empleabilidad en el 47,5% de las personas atendidas.
Por eso, lo que pone de manifiesto la medida no es la prevalencia de violencia de las personas sin hogar con trastornos mentales (de hecho, la evidencia dice que son más bien receptores de la violencia de otros), sino la carencia de una adecuada red pública de protección y apoyo social para para las personas sin hogar, y la ausencia de una red comunitaria de salud mental que sea garantía del derecho a la salud y a una vida digna.
Por eso, aún con todas sus carencias en muchos aspectos, cuidemos y reivindiquemos la red pública de la que afortunadamente disfrutamos en nuestro país.
La falta de recursos, hace que estas personas indigentes,no sean recogidas de la calle.
La mayor preocupación de los padres que no tienen recursos suficientes, es.
Que pasará el día de mañana?
Si las fuerzas de seguridad (aquellas que promueven mayoritariamente el miedo en vez de la seguridad) tienen un papel fundamental en las políticas sociales públicas, garantizan dos aspectos esenciales para la consecución de los objetivos por la ausencia de una formación especializada en lo social, preocupándose más por la nacionalidad de la persona de enfrente que por su integridad, salud y bienestar (según lo percibido en España)
– El incumplimiento de la política tal cual se ha escrito y firmado.
– La ansiedad de dichas personas según vean llegar a los agentes en su dirección.
Nos cargamos nuestros propios diseños permitiendo que otros se lo carguen y a consciencia. Si no nos aseguramos de la positiva integración de un servicio y sus trabajadores en un programa, preveemos su nefasto resultado.