Al comienzo del año 2020 nadie hubiera pensado que nos tocaría vivir una pandemia de esta magnitud en lo personal y en lo profesional y en aquel entonces las preocupaciones se centraban en algunas cuestiones que hoy en día nos resultan banales, viendo lo que pasaba en China de lejos.

Un nuevo virus amenazaba con expandirse al resto de ciudades de un momento a otro y así, sin previo aviso y sin estar preparados para ello, comienza una pandemia mundial que obliga a los Estados a decretar medidas drásticas y confinar a su población en casa. De un plumazo llega el primer estado de alarma de la democracia actual. Todos teníamos nuestras expectativas, deseo y proyectos para este año, quedando truncados y relegados a un segundo plano para pasar a lo urgente e inmediato: superar esta pandemia.

La población mundial entra en caos y uno de los colectivos más vulnerables, para el cual el hogar es la propia calle, se encuentra de nuevo indefenso, expuesto a nueva situación de riesgo y con escasas alternativas para sobrellevar esta compleja realidad. De manera progresiva, se decretan nuevas normas, se desarrollan planes de actuación y contingencias, y se implementan múltiples medidas pensadas para la población general, pero no para otras realidades de nuestra sociedad como es la de las personas sin hogar, las cuales no disponen, en algunos casos, ni siquiera de la información suficiente ni en las mismas condiciones que el resto de la ciudadanía.

Esta compleja realidad coloca a las personas sin hogar nuevamente en una posición de doble vulnerabilidad, puesto que, además de experimentar una situación de extrema exclusión social, se ven más expuestas a los efectos del virus desde una perspectiva de salud y a nivel socioeconómico, todo ello enmarcado dentro de la incertidumbre y la desesperanza.

Cabe destacar que las personas sin hogar siguen sosteniendo sobre sus hombros la estigmatización del sinhogarismo y, por otra, se transgrede su derecho a tener las adecuadas medidas de autoprotección y autocuidado básicas para prevenir el contagio y frenar esta pandemia mundial, al igual que el resto de la sociedad que entendemos como normalizada o dentro de los estándares generalmente aceptados.

La única alternativa que tenía en aquel entonces el colectivo era dirigirse a los escasos recursos de alojamiento disponible en el municipio o los dispositivos de emergencia que se fueron habilitando a medida que fue avanzando el estado de alarma. Según pasaban los primeros días del confinamiento, fueron apareciendo diferentes noticias e informaciones que ponían de manifiesto la tesitura en la que se encontraba este colectivo, al que se le exigía que estuvieran confinados en una vivienda que no existía, llevando a cabo medidas que no eran posibles de implementar. Se empezaba, por tanto, a señalar una realidad flagrante desde hace mucho tiempo antes de la aparición del Covid-19, la de las personas que no tenían hogar como consecuencia de múltiples factores tanto estructurales derivados de la sociedad que hemos construido, como personales por las diferentes sucesos vitales estresantes y dificultades que han tenido que afrontar y superar estas personas. Noticias que con el paso del tiempo y la vuelta a eso que llaman “la nueva normalidad” se iban diluyendo. Los medios de comunicación y el resto de la población nos íbamos olvidando nuevamente de las personas que pernoctan en nuestras calles, en nuestros portales, en nuestras ciudades.

En Santa Cruz de Tenerife, el Servicio Integral de Atención a Personas sin Hogar se vio obligado a confinar el Centro Municipal de Acogida, único centro de acogida inmediata de la isla de estas características, albergando en su interior a 116 personas que, como el resto de la sociedad, esperaban con ansiedad e incertidumbre retomar sus vidas. El trabajo y la estancia dentro del centro se fueron adaptando con el pasar de los días y las medidas de cambio fueron marcando el rumbo de la convivencia y el clima dentro del recurso. El autocuidado y las medidas preventivas que señalaba el gobierno estampaban las columnas y puertas del centro y las personas usuarias comenzaban a interiorizarlas a marchas forzadas. En un principio había caos, desconocimiento y se continuaba percibiendo el estigma sobre las personas sin hogar y su capacidad para seguir las directrices que teníamos todos en un primer momento, cuestión que no es ajena para los profesionales que trabajamos con este colectivo, integrados todos nosotros en la misma sociedad prejuiciosa y preconfigurada con determinados valores y modelos interiorizados que marcan el devenir de la comunidad y lo que se entiende por normalizado. Como profesionales, existía el temor de que todos los esfuerzos para que las personas permanecieran confinadas dentro del centro fueran inútiles por todas las dificultades que conllevaba convivir y permanecer en un espacio tan reducido una multitud de personas con todas las medidas requeridas, máxime teniendo en cuentas las características, necesidades, circunstancias e historias de vida de cada una de esas personas.

Poco a poco iban aflorando sensaciones entre las personas que se desconocían, que estaban ocultas o que, con el devenir de la antigua normalidad, eran simplemente invisibles. Ante la adversidad, entre todos ellos y ellas se apoyaban diariamente y se retroalimentaban de energía, entusiasmo y esperanza, constituyendo cada uno de los elementos y agentes que se encontraban en este espacio una fuente de apoyo para sobrellevar una situación que nunca se había vivido con anterioridad. Mientras el país se quedaba suspendido hasta nuevo aviso y el resto del mundo iba apagando su actividad poco a poco, el trabajo en el centro también se fue adaptando a las circunstancias, adaptando la normalidad progresiva con la incorporación de nuevas formas de ser, hacer y estar. Con el paso de los días, la estancia en el centro comenzaba a verse encorsetada, sin muchas opciones, a priori, para cambiar la situación. Empezaban a aflorar los primeros atisbos de ansiedad y estrés, las primeras necesidades de salir a la calle, de poder volver a vivir bajo la normalidad que hasta entonces se conocía.

Sin embargo, los presagios no se cumplieron y se superaron todas las expectativas, dándose nuevamente una lección tanto a nosotros como profesionales, como a la sociedad en general, puesto que lo que realmente brotaba era un sentimiento de lucha, un compromiso por la superación y mucha solidaridad.

En este escenario se vivieron superaciones personales marcadas por la deshabituación a determinadas sustancias tóxicas, la adaptación de determinados hábitos, el control de situaciones límites, la adaptación a las normas del centro y de convivencia sin tener el hábito para ello, etc. Todo ello se dio, en un primer momento, bajo el paraguas de una de las emociones más primarias del ser humano, el miedo. Al igual que de un día para otro nos habían confinado, de un día para otro comenzaron a reconducirse todas estas emociones y situaciones dando paso, con una gestión satisfactoria, a un nuevo clima en el interior del centro. Se comenzaba así a gestionar los sentimientos que nos conducían sin control y todos los que convivíamos en este espacio nos convertíamos en un todo. Sin dejar de ser quienes eran, comenzaban a integrar, sin buscarlo ni saberlo, en una nueva comunidad más fortalecida, flexible y con otros valores.

La vida es cambio y el cambio es necesario para la vida, siendo una cuestión que tampoco es ajena a la labor que desarrollan los profesionales asistenciales y más concretamente los que se desenvuelven en un recurso como este. Tocaba hacer una revisión y adaptar nuestra manera de atender, fomentando la creatividad, el ajuste de los procedimientos de intervención y la búsqueda de recursos y estrategias para promover que esta nueva comunidad siguiera funcionando, pero sobre todo garantizar la protección y el cuidado de todas las personas. Rápidamente, el equipo multidisciplinar se puso manos a la obra y se desarrollaron todos los procedimientos, medidas y adaptaciones que fueron necesarias en cada momento, se reinventó la manera de intervenir con el colectivo y el modo en que se prestaban los servicios para que fuera factible respetar todas las directrices facilitadas por las autoridades sin dejar de facilitar todos los servicios básicos dentro de determinados parámetros, enmarcados en la dignidad y bienestar de la persona. El equipo profesional de este servicio especializado, entendido dentro de la esencialidad, se enfrentó al reto de desarrollar su trabajo en condiciones nuevas, desconocidas y sin todos los medios necesarios, pero también impregnado de emociones y sensaciones negativas como el miedo, el estrés, la inseguridad, la incertidumbre, el sobreesfuerzo y un largo etcétera. No obstante, tocaba reinventarse y “coger el toro por los cuernos”, siendo mayor la fuerza que ejercían determinados elementos positivo como la humanidad, solidaridad, compromiso, profesionalidad, vocación, supervivencia y esperanza frente a dichas emociones y sensaciones indeseables.

Se tiene la convicción de que las personas usuarias y profesionales han desarrollado nuevas habilidades y capacidades a partir de una experiencia tan compleja y atípica como esta. Igualmente, se presupone que se afrontaría de una manera más eficiente en el caso de que la vida nos volviera a poner en esta tesitura. Desde la perspectiva profesional, ha surgido una oportunidad que se debe aprovechar para sistematizar toda la práctica profesional desarrollada, registrar los métodos y procesos de intervención y de desarrollo de los servicios para que se pueda revisar a futuro y mejorar aquellos que se requieran, la adaptación de todos los instrumentos diseñados e implementados, la consolidación de las relaciones y los mecanismos de coordinación con los recursos de la red de atención a las personas sin hogar y la conservación de los contactos de los organismos y agentes de la comunidad que han contribuido a que se haya dado esta respuesta, tales como empresas de catering, dirigidas a la orientación y prospección laboral para dotar de los perfiles profesionales exigidos, comercios que han proveído de suministros y recursos básicos, etc. Del mismo modo, no sólo debemos centrarlos en aquellos elementos que surgen desde la práctica y experiencia profesional, sino que se debe abogar por la capacitación y formación sobre la intervención en emergencia y catástrofes naturales, dotar a los profesionales de mayores conocimientos y destrezas para afrontar estas situaciones de la forma más satisfactoria posible o entrenar en el uso de nuevas tecnologías, entre otros.

Para finalizar, se requiere poner de relieve la capacidad de superación de las personas usuarias, las cuales han supuesto para la sociedad todo un ejemplo por su comportamiento y actitud ante esta situación, ello ha contribuido a menoscabar el estigma que siguen sufriendo hoy en día y se han superado ciertos prejuicios. Sin ninguna duda, han mostrado una actitud resiliente a pesar de todos esos sucesos vitales normativos y no normativos vividos, las múltiples dificultades que siguen afrontando hoy en día, entre las que se encuentra no poder acceder a una vivienda, las limitaciones propias y aquellas que le impone la sociedad, y la invisibilidad sufrida tradicionalmente.