«Cohabitar la diferencia» de Manuel Desviat

21 junio 2016

Este libro, «Cohabitar la diferencia. De la reforma psiquiátrica a la salud mental colectiva», parte de la presunción del agotamiento de la reforma psiquiátrica y de la integración de sus logros en la sociedad de los mercados, donde predominan una sanidad y unas prestaciones sociales regidas por la ganancia privada y no por la solidaridad. Parte de la necesidad, por tanto, de una reforma de la reforma psiquiátrica, que ya no podrá ser un proceso pactado en el marco de un Estado del bienestar, sino un quehacer a contracorriente en el horizonte de una Sociedad del bienestar. Es posible que hoy nadie niegue los grandes logros de los procesos de reforma psiquiátrica; las mejoras asistenciales y en derechos humanos y ciudadanos de las personas con sufrimiento psíquico. Son evidentes las ventajas de la desinstitucionalización y creación de recursos en la comunidad, por mucho que aún persistan enormes carencias en todos los países y una brecha inmensa en el desarrollo de los servicios de salud mental.

La reforma psiquiátrica rompió la hegemonía de los hospitales psiquiátricos devaluando su estatuto técnico-sanitario, aunque subsistan, más o menos disfrazados, en muchos lugares. La locura saltó los muros concentracionarios y se hizo visible socialmente en buena parte del mundo. Una mayor conciencia política del abandono y el mal hacer de los gobiernos respecto a la atención a la salud mental posibilitó que los organismos internacionales promovieran declaraciones e iniciativas, instando a las autoridades sanitarias nacionales a que mejoraran sus servicios asistenciales y modificaran sus leyes para proteger los derechos humanos y ciudadanos de las personas con problemas de salud mental. En el trascurso de la reforma nacieron poderosos movimientos de familiares y de usuarios, diagnosticados, expsiquiatrizados, oidores de voces, exigiendo, primero, la mejora de la asistencia y de las condiciones de vida de los sufridores psíquicos ingresados en los hospitales psiquiátricos y, más tarde, tener un espacio en el proceso asistencial y terapéutico, un lugar y un reconocimiento de su saber sobre sus propias dolencias. Un lugar y un saber que quieren que sea común, en la comunidad de todos, donde se respeten las diferencias. Pero estas voces insurgentes nos llevan a las carencias de la reforma psiquiátrica; nos llevan a la necesidad de otra psiquiatría-psicología; a otras formas de afrontar el malestar psíquico.

El hecho es que, en cualquier caso, se han alcanzado buena parte de los objetivos fundacionales de los procesos de reforma psiquiátrica: la mejora de los servicios, mayores garantías legales para los internamientos y medidas cautelares y una consideración social algo menos estigmatizante de la locura. Y se han alcanzado no porque se haya logrado en todos los lugares la creación de recursos en la comunidad, el cierre de los manicomios y la mejora de los derechos de las personas con malestares psíquicos, sino porque se han visto no solo como posibles, sino como necesarios. Digamos que la comunidad profesional y las autoridades sanitarias los consideran ahora objetivos que hay que alcanzar, ya sea desde las políticas privatizadoras (con todas las matizaciones que los mercados quieran poner), o desde la defensa de lo público.

Sin embargo, la cuestión es lo que ha quedado fuera de los ideales y objetivos que acompañaron o sustentaron las primeras experiencias de reforma. ¿Qué hay de la salud pública, de la atención a la subjetividad, de la pluralidad terapéutica o de la desinstitucionalización real de las prácticas de la salud mental? La reforma quería ser algo más que una reordenación de servicios en el territorio, la optimización de los servicios y la creación de redes sociosanitarias. Su propia andadura creó necesidades nuevas, convirtiendo las experiencias en procesos sociales complejos que exigían recomponer saberes y técnicas, originando nuevas situaciones que producían nuevos sujetos, nuevos sujetos de derecho y nuevos derechos para los sujetos. Unos procesos que, de cumplir con sus principios, dinamitan las bases conceptuales de la psiquiatría hecha en el adentro de los muros hospitalarios; de una psiquiatría que entroniza el signo médico y considera la enfermedad como un hecho natural, prescindiendo del sujeto y de su experiencia de vida, promoviendo una práctica trabada entre la normalización y la disciplina, oponiendo una concepción plural del enfermar y de las formas de atención, un modelo desinstitucionalizador que, además de cerrar los hospitales psiquiátricos creando redes alternativas de recursos, exige ampliar la clínica y sus actores al entorno social y entroncarse con la comunidad y sus instituciones, sin olvidar la escucha, lo singular del sufrimiento psíquico.

Pero la urgencia de la situación manicomial y del desastre de la atención ambulatoria impuso unas prioridades, una agenda planificadora y legislativa, programas rehabilitadores y de acción comunitaria, dejando de lado, de momento, en la inmensidad de la acción, la necesidad de una clínica diferente. Franco Basaglia lo planteó con su habitual radicalidad: había que poner la enfermedad entre paréntesis en tanto se resolvía la situación de exclusión de los sujetos que la padecían. En una primera secuencia, la urgencia desinstitucionalizadora obviaba lo singular. Los principios más salubristas y comunitarios fueron siendo orillados, al igual que aquellos que se preocupaban por la subjetividad, tan presentes en la psiquiatría preventiva estadounidense o en los albores de la política del sector francesa. Mientras, al tiempo que se cerraban manicomios y decaía la escucha en el campo biopsicosocial, la reducción biológica ganaba terreno, amparada en el supuesto avance de la psicofarmacología y de las neurociencias, aunque en realidad ese avance tecno-científico no era otro que el triunfo de los mercados sobre el bien público, la cultura y la ciencia. Con ello, la enfermedad mental se convertía, por necesidades de mercado, en un hecho natural y la psiquiatría y la psicología médica en especialidades iguales al resto de la medicina gracias a una fisiología de la mente que no se sostiene.

A partir de aquí la reforma, el modelo comunitario de atención, se va a encontrar con tres frentes adversos: la insuficiencia de su bagaje psicosocial, la crisis de su soporte principal —los servicios sanitarios, sociales y comunitarios del llamado Estado del bienestar— y la creciente medicalización de la sociedad. Los cambios en el escenario político y económico internacional explican las insuficiencias en los sistemas nacionales de salud y la ambigüedad, cuando no franca resistencia, a la universalidad y garantías públicas para las prestaciones sanitarias y sociales de los gobiernos tanto socialdemócratas como conservadores. La salud mental comunitaria, durante los años ochenta del pasado siglo, tiene que ir a contracorriente, como la sanidad pública y las medidas de protección social. Se mantienen en el discurso de los gobernantes como principios constitucionales a la vez que se introducen medidas que las devalúan, obedeciendo las normas crediticias del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. La seducción por el mercado acaparando los servicios de salud solo fue contrarrestada por el temor a una gran respuesta popular o un castigo en las urnas, optándose por medidas mixtas público-privadas y privatizaciones parciales, en apariencia menores, que han ido socavando la equidad y la universalidad de los servicios públicos de salud. Hasta que se encontró en la crisis financiera mundial, que estrangula la economía de los países del sur de Europa, el pretexto perfecto para su total desmantelamiento.

Este es el escenario. Un contexto en el que nos dicen que no hay un afuera. No hay un afuera de la psiquiatría biológica, la medicina deshumanizada de los grandes complejos técnico-empresariales. No hay un afuera de la desigualdad creciente, la inequidad, el trabajo precario y la servidumbre a los dictámenes de los grupos de presión que manejan el mundo. No lo hay de la alienación consentida, consciente o inconscientemente, del refugio en un nosotros cada vez más reducido en las trampas de la deuda y el consumo. Un mundo solo, un solo lenguaje, como anunciaba el lema del Congreso Mundial de Psiquiatría celebrado en 1996, en plena década del cerebro. Fin de la historia y de las civilizaciones, las burdas profecías de Fukuyama (1992) y Huntington (2006) convertidas en realidad.

Este es el escenario. Y qué hacer en este contexto es la pregunta que motiva este libro. Una pregunta obligada para los profesionales de la salud mental, pero también para los sufridores psíquicos y, yo diría, para la sociedad civil en general, concernida en uno de los derechos básicos de la persona, el derecho a la protección de la salud, a una atención digna en la enfermedad, la discapacidad y la muerte. Y son varias las respuestas que encuentro mirando a los profesionales de la salud mental. Quizás la más común es el no saber, el aquí no pasa nada tan característico de nuestro presente invadido, y curado de espanto, por la tragedia de los otros vivida a diario. Así ha sido siempre, nos dicen, la sociedad de los seres humanos, la competitividad canalla y la iniquidad, asumiendo las funciones cosméticas y de control social que impone la privatización de la salud. Otra postura, también frecuente, es la aceptación de la derrota y la pretensión de cobijar la conciencia profesional y cívica en preservar ciertas cotas de dignidad, de calidad y eficacia, conviviendo en la espera de un hipotético escampe. Por último, tenemos la opción de una resistencia partisana, mantener lo más posible el modelo conseguido en los servicios y repensar lo que se ha hecho y lo que no se hizo. Pero aquí es preciso buscar los aliados naturales: usuarios, familiares y ciudadanía. Los primeros porque un futuro alternativo de la sanidad, y mucho más de la salud mental, es impensable sin contar con los propios sufridores psíquicos; contar con ellos como partícipes con capacidad de decisión en la acción terapéutica y contar con ellos como activistas en el movimiento de transformación de las instituciones, de la teoría y la práctica de la salud mental. Después, las familias, que tanto han ayudado a los éxitos de la reforma, y con las que hay una urgente tarea de mantenerlas como aliadas, alejándolas de los cantos de sirena de la industria. Igualmente es inaplazable trabajar para ganarnos el favor de buena parte de la sociedad civil. Es preciso para el progreso y la sostenibilidad de un proyecto sociosanitario progresista que la sociedad, o al menos una parte importante de la sociedad, se involucre, asuma y reivindique como suyas las propuestas comunitarias, la salud colectiva. Hace falta que la asistencia universal y comunitaria se incorpore a la agenda política de los movimientos por el cambio social.

En España no fuimos capaces de implicar a la sociedad en los procesos de reforma sanitaria y psiquiátrica. Ha sido preciso el desmantelamiento del sector público en la sanidad, la educación y los servicios sociales y el recorte de las pensiones para que surgieran amplias movilizaciones defendiendo la universalidad y los modelos sociales de atención. Las mareas blanca, verde, violeta, roja… Nuevas voces que nacen de la indignación ante un mundo que ha perdido el sentido de lo social. Voces airadas frente a un orden económico y político trasnochado y corrupto. Voces que arrancan muchas veces del desespero, desde barrios incinerados por el desempleo y la desigualdad. Barricadas fugaces contra la intolerancia, acampadas de los excluidos, los sin tierra y sin trabajo. Son plataformas antiagravios, mareas reivindicativas de profesionales y damnificados, nuevos foros que están forjando una nueva conciencia social que lucha por un cambio en la gobernanza del mundo. Una nueva conciencia que rechaza autosometerse a la escalada competitiva como forma de vida, a esa existencia donde imperan la culpa y la deuda que el neoliberalismo establece como medios de dominación para ciudadanos y gobiernos nacionales.

No solo hay un afuera. Negri y Hart plantean un cambio radical del orden existente a partir de una multiplicidad social que consiga comunicarse y actuar en común conservando sus diferencias internas, que se subleva dentro y contra ese orden mun¬dial (Hardt y Negri, 2004:16-17). Una transición de lo público a lo común. Un común gestionado directamente por los ciudadanos, donde todas las fronteras sean reconocidas, respetadas y franqueables, sin falsas identidades societarias (Augé, 2010:18). Hay cada vez más movimientos donde confluyen iniciativas renovadoras, alianzas para un cambio social.

En salud mental Brasil inició el camino. El movimiento brasileño de lucha antimanicomial envuelve desde hace más de dos décadas a profesionales, pacientes, políticos y sociedad civil. Recientes intentos de desarbolar la reforma que se está llevando a cabo en este país demuestran la fuerza de esta alianza, como también la fuerte oposición de los sectores conservadores a la misma. En España el resurgir del movimiento ciudadano, la entrada en la escena política de partidos nacidos en la lucha contra los desahucios, el paro, la corrupción y las políticas austericidas empiezan a configurar un horizonte político donde cabe lo público. Un escenario que hace posible una relectura de la salud mental, hecha en común, que es el marco que puede hacer posible un desarrollo ético-técnico-científico centrado en el cuidado y en la ciudadanía, que se asiente sobre la autonomía y el empoderamiento de las personas con problemas de salud mental. El fin de los manicomios permitió el desplazamiento a la comunidad con cambios en el espacio terapéutico y en el poder terapéutico, ahora queda ahondar en el beneficio terapéutico. Una asistencia, una acción terapéutica que, tanto en lo colectivo como en lo singular, tiene que considerar el respeto a la dignidad, los derechos de la persona, como condición de posibilidad de toda actuación. Como escriben en la página web de la Asociación Madrileña de Salud Mental:

Somos partícipes de un sistema en el que cada vez hay más ejemplos de un trato digno a las personas a las que acompañamos en sus procesos de recuperarse del sufrimiento psíquico. Pero lo cierto es que estamos muy lejos de que en la mayoría de las instituciones en las que trabajamos no se vulneren los derechos humanos de las personas a las que apoyamos.

La idea de este libro nace ante el agotamiento de la reforma psiquiátrica, de la necesidad de repensar sus principios constituyentes, las herramientas adquiridas y los límites encontrados; la manera en que se entienden la salud pública, la acción terapéutica, el saber profesional y profano, la comunidad, la legislación y la ética, la gestión, lo público y lo privado. Nace del contacto con sufridores psíquicos, profesionales, alumnos, gestores, saber académico y profano, en una andadura de más de cuatro décadas transitada por la clínica, la enseñanza, la gestión y el asesoramiento o, mejor dicho, la implicación en distintos planes de reforma psiquiátrica, de las formas de concebir y atender la salud mental en España y América Latina. De ese largo aprendizaje de palabras y hechos, y de la crecida inquietud por la situación actual de la salud mental, surgen las páginas de este libro; de una idea que empezó con la presunción del fin de una etapa y que acaba con la absoluta certeza de que se inicia una nueva, donde, como señalo en los comentarios finales del libro y quizás esté implícito en todos los capítulos, cohabitar la diferencia será el horizonte tras el largo y apasionante recorrido que va de la desinstitucionalización a la salud mental colectiva.

Manuel Desviat
Madrid, mayo de 2016

REFERENCIAS
Augé, M. (2010). La communauté illusoire. Paris: Payot & Rivages.
Fukuyama, F. (1992). El fin de la historia y el último hombre. Barcelona: Planeta.
Hardt, M. y Negri, A. (2004). Multitud. Barcelona: Mondadori.
Huntington, S. (2006). Choque de las civilizaciones. Barcelona: Tecnos.

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