Consultó su reloj Casio negro, perfectamente acoplado a su muñeca izquierda para cerciorarse, otra vez, de que llegaba a tiempo. Miró hacia arriba y se detuvo a observar el cartel enorme que ocupaba casi toda la pared de la fachada, después bajó la mirada buscando la pequeña puerta de la derecha por donde debía entrar: “esa es la puerta, este es el sitio, estoy a tiempo, tranquila”, se decía a sí misma tratando de amortiguar la sensación de vértigo e inseguridad que estaba intentando apoderarse de ella. Volvió a mirar el cartel, era chulísimo, sonrió levemente y respiró profundo llenando sus pulmones para vaciarlos despacio mientras se concentraba solo en ese aire que salía despacio entre sus labios entrecerrados. Abrió la puerta de madera oscura y entró a un mundo de sonidos que para ella era familiar, un afinar de vientos, un rasgueo de cuerdas y un gusanillo en la tripa muy diferente al de la preocupación. Había venido sola, estaba en el sitio y a la hora prevista, ya estaba dentro. Apretó fuerte el mango de la funda que llevaba en su mano derecha y echó a andar hacia la sala grande del Auditorio.
Desde que tocaba la viola había aprendido a concentrarse e ignorar todo lo demás, solo lo conseguía cuando tocaba, cuando escuchaba los sonidos perfectos que salían de aquel mágico artilugio de madera que la hacía olvidar todo su mundo raquítico y problemático mientras duraba la pieza que tocara.
Hoy, ella y el resto de su agrupación tocarían para el gran público. Nunca hubiera pensado que llegaría a tocar en el Auditorio Nacional, pero prefería no pensarlo para no ponerse nerviosa. Cuando entró ya había algunas personas preparando su instrumento, calentando y afinando. Se sentó en el sitio que la correspondía y empezó a trabajar. A su lado, Alberto:
- – ¿Qué tal Alberto? Yo estoy súper nerviosa, le dijo mientras sacaba la viola. Mi cabeza es una olla a presión ahora mismo ¿tú cómo lo llevas?
- – Bien, gracias. Ya sabes que mi cabeza es una olla a presión siempre, al menos hoy hay un motivo.
Se miraron profundamente compartiendo algo que ni ellos sabían lo que era y comenzaron a tocar notas en ascendente y descendente cada uno por su lado, sumándose al barullo del calentamiento musical hasta que llegó el director, ese momento en el que el mundo entero calla y la orquesta se afina.
Su anillo se me clavaba al entrelazar nuestras manos, pero me daba igual. Subimos los brazos unidos y doblamos el tronco agradeciendo los aplausos y “bravos” gritados al aire un 10 de octubre cualquiera.
Por el Día Mundial de la Salud Mental, por el derecho a crecer en bienestar, por la normalización y por el cambio de mirada (y discursos) hacia las personas con enfermedad mental.